La leyenda del Ícaro
En la amplia génesis artística de las catedrales de Plasencia destacan grandes creadores que han dejado un importante legado patrimonial en la ciudad. De entre ellos, hubo uno que supo elevar la madera a la categoría de joya monumental, con un estilo muy personal y cargado de un original simbolismo.
Hablamos de Rodrigo Alemán, quien entregó al arte una de las sillerías más bellas en el atardecer de la Edad Media. Pero también construyó, en la urbe que transitaba hacia el Renacimiento, un puente para cruzar las orillas del río junto al que aterrizaría accidentalmente. Y, con la misma maestría, diseñó la magnífica puerta que abraza al visitante de esta exposición en el conventual de Las Claras.
Despegar los pies del suelo, flotar sobre el aire, moverse libremente por el cielo, emular a las aves… Volar siempre fue un anhelo del ser humano, pero en su caso también fue un medio para escapar, una ventana por la que buscar la libertad.
La tradición popular se entrelaza con la leyenda cuando se cuenta que Rodrigo Alemán, enfrentado al cabildo por su fuerte personalidad y sus ideas novedosas, fue encerrado en la torre de la antigua catedral como castigo por su soberbia. Para poder escapar usó plumas de las palomas que se refugiaban en el vetusto campanario y cera fundida de los cirios del templo con las que construirse unas alas, los mismos materiales que sirvieron al hijo de Dédalo para fugarse sigilosamente de la isla de Creta. Pero en esta ocasión no fue el sol el encargado de fundir la cera y hacer caer bruscamente a nuestro Ícaro. El mecanismo que había creado para volar no funcionó y el artista, que debía haber sido elevado al Olimpo del arte por la excelsa calidad de sus trabajos, cayó del cielo para aterrizar a orillas del cristalino Jerte, perdiéndose su huella en un final prosaico e inmerecido.
Jiménez Carrero nos ofrece una nueva visión de este gran personaje y de su leyenda, y captura ese momento dramático, aunque sustituye el artefacto creado por el ebanista y presenta a un Ícaro con alas de tejido raso y sedoso que se mueven ligeramente por el viento con el dinamismo propio de las aves. Y en otra visión del pintor, el rostro anónimo de un artista paradójicamente muy conocido se insinúa sobre un papel que cubre la faz del cuerpo cayendo al vacío. Carrero da así un giro a la historia y coloca al espectador en el lugar del protagonista, en la altura, observando desde ella, a vista de pájaro, el fatal desenlace del escultor. Nuevas perspectivas y un innovador relato que Carrero crea para la ciudad donde pasó sus últimos días el Ícaro placentino.
Fernando Talaván Morín