Música de Violines
El ritmo, el compás, la armonía y la métrica son algunos de los fundamentos que edifican la música, pero que también constituyen parte primordial de la obra de Enrique Jiménez Carrero. Su pintura tiene un ritmo pausado, donde se suceden y alternan sentimientos, palpitaciones y recuerdos que se repiten periódicamente en acompasados intervalos de tiempo. Sus composiciones son armónicas, equilibradas y proporcionadas, impregnadas de una métrica tan bien estructurada como los versos de un poema.
Por eso música y pintura se asocian aquí de manera íntima como organismos heterogéneos, para beneficiarse y ennoblecerse la una a la otra, favoreciéndose mutuamente. Pero no elige el pintor cualquier instrumento, se decanta por la belleza intangible de la cuerda frotada, haciéndola visible y táctil en una estrecha relación entre el instrumento y la anatomía humana. Dos superficies, la de la noble madera y la de la suave piel, que se entremezclan, que se cruzan, que se complementan.
La muda pincelada del pintor despierta sonidos evocadores, sueños, nostalgias y recuerdos arropados por las notas del violín. Matices serenos, dedos que pulsan, el arco frotando las cuerdas, las cuerdas frotando la piel… Varias visiones, diferentes perspectivas, el artista invita al espectador a rodear la obra, a escucharla, a sentirla.
Hay dimensionalidad, textura, naturalismo, esquematismo y atrevimiento en una combinación de técnicas, cromatismos y estructuras.
Y, de nuevo, evocaciones al mundo del arte universal. Se pasean por los cuadros las sombras de Man Ray y de Ingres, los sonidos de Vivaldi, Bach, Haydn, Mozart, Paganini o Schubert. Y sobre los fondos, la pureza de las formas del neoplasticismo, los colores primarios. El recuerdo de Mondrian se entrelaza con los suelos hidráulicos que pisó en su infancia, los papeles rasgados de su memoria y los códigos cotidianos del ideario de su creación.
Fernando Talaván Morín