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Andrés Aberasturi

Andrés Aberasturi

Mirarla es fácil

 

A medida que miro y hago mía la obra de J. Carrero -mirarla es fácil porque su contemplación es un goce, hacerla propia personalmente no me ha costado nada- , caigo más y más en la cuenta que el hiperrelismo en sus cuadros es sólo una palabra, un adjetivo inútil y académico que define ese espacio físico, medible en centímetros que hay entre lo que me parece sobre cualquier otra cosa fundamental en esta exposición y en toda la trayectoria artística de su autor: el encuentro entre dos emociones.

Quiero decir que el cuadro, como objeto, me preocupa incluso menos que lo que le supongo le antecede y lo que le precede. La colección de nostalgias que cuelgan sobre estas pareces no son sino una muestra del preciocismo sólo posible como fruto de un profundo conocimiento de la pintura, de una técnica depurada hasta la perfección posible y de esa paciencia ilimitada de los grandes creadores. Eso ya sería más que suficiente en un mundo donde la perfección y la obra bien hecha son valores en baja y, por tanto, patrimonio de unos pocos locos como J.Carrero.

Pero hay, ya digo, algo que no sólo puedo contemplar como un objeto bello -y que me inquieta- en la obra de este pintor: esas dos emociones que rodean cada una de sus obras.

No sé si me gustaría ver en el estudio a J.Carrero metido en faena; creo que no, porque sería casi un acto impúdico; pero si daría un trozo de mi tiempo por contemplar su alma, su corazón, su mente, su geografía interior, unos segundos, tal vez unos minutos, quizás una hora justo antes de manchar por primera vez la tabla. Contemplar sus obsesiones ordenando las transparencias, decidiendo los reflejos, las sombras, lo real y lo irreal que luego tendrá forma y color en el cuadro ya concluido; me gustaría verle en esa fiebre por descubrir los viejos paraísos que le habitan, en esa tormenta de imágenes y emociones, de recuerdos reales  o hallados al otro lado del espejo, de vivencias fantásticas y caóticas que vienen y van, estoy seguro, por los cinco costados de sus sentimientos justo antes de acometer un nuevo cuadro.

Me gustaría contemplar sus laberintos interiores, descubrir sus obsesiones, esa búsqueda obsesiva de una infancia perdida quién sabe dónde, supongo que en su Granadilla natal en tierras cacereñas.

Luego viene la elaboración del cuadro, del objeto, cuando los pinceles son una continuación del acto de los dedos y los dedos nacen del alma. Y sobre las tablas se van plasmando esas imágenes, van quedando para siempre pintados los rincones más íntimos de las emociones, el calor de los desnudos apenas entrevistos, la entrañable presencia de esos desgarros inútilmente salvados a última hora por una tira de papel ‘cello’, los lapiceros de escribir la vida y esos cuadernos de anillas con hojas arrancadas que se desparraman después entre la obra única de J. Carrero.

Por que toda esta exposición es como un formidable mural, un friso dividido que podría ordenarse como un puzzle siguiendo sólo la horizontalidad de esas cenefas de azulejos maltratadas por el tiempo. Jugando a juntar así todos los cuadros, aparecería el entorno de una cotidianeidad ya mustia pero nunca abandonada, herida por el tiempo en la mente de Carrero que -los artistas son, como el resto de los mortales, seres contradictorios- tiene, a pesar de sus obsesiones por un tiempo de recuerdos, más futuro que pasado.

La otra emoción a la que me refería es la que cierra ese paréntesis de la pintura de Carrero, la del espectador que se adueña de una historia que no le pertenece pero que -y ahí está el detalle de la genialidad- identifica com la suya. Carrero pinta la historia de la vida privada de cada uno de nosotros, nuestra intrahistoria, y nos hace revivir sus propias emociones colocándose al otro lado del espejo, enfrentándonos a nuestro pasado maltrecho, a nuestros propios paraísos perdidos, a nuestra porción de belleza en forma de recuerdos que uno quisiera sacar de la tabla y llevarse a casa para enseñar a su hijo como eran las pinzas para tender la ropa antes del plástico, como los enchufes antes de la luz halógena y qué zapatitos tan cursis nos ponían cuando aún las deportivas estaban por inventarse.

Porque la obra de Enrique Jiménez Carrero es el álbum pintado de nuestra memoria, un manual de nuestra educación sentimental, y bajo sus cuadros debería advertirse claramente que cualquier parecido con la realidad de cada uno no es pura conciencia, sino el fruto de la sinceridad genial de un gran pintor.

Andrés Aberasturi

Periodista