Luís del Val
Luís del Val
Al otro lado
Siempre que veo los cuadros de Jiménez Carrero me acuerdo de la Alicia de Lewis Carroll, porque siento unos grandes deseos de pasar al otro lado; no al otro lado del espejo, sino al otro lado del cuadro, pórtico invitador y sugerente que nos incita a pensar que el cuadro es el cuadro de un cuadro a través del cual se accede a otro mundo todavía más misterioso e incógnito, más inquietante y turbador.
Siempre que veo los cuadros de Jiménez Carrero me acuerdo de la Alicia de Lewis Carroll, porque siento unos grandes deseos de pasar al otro lado; no al otro lado del espejo, sino al otro lado del cuadro, pórtico invitador y sugerente que nos incita a pensar que el cuadro es el cuadro de un cuadro a través del cual se accede a otro mundo todavía más misterioso e incógnito, más inquietante y turbador.
El realismo exacto de su pincel, la fidelidad maestra con que recoge los objetos, es sólo una excusa a cuyo través los planos se superponen y se suceden para incitarnos a preguntarnos qué habrá detrás, qué sucederá más allá de la tela. Y no es precisa demasiada imaginación para saber que allí no nos esperará un conejo mirando impaciente su reloj, pero es posible que nos aguarde el viejo amigo desaparecido hace tiempo, la carta amarillenta de un antiguo amor, la huella impalpable de esas presencias que deben quedarse en la superficie de los azulejos, en el papel de las paredes, en el interior de los armarios y al otro lado de los cuadros de Jiménez Carrero.
Esa minuciosidad atinada, que en cualquier otro pudiera ser técnica fría, pasa a ser el medio del que se vale el artista para perturbar nuestra pretendida soberbia que cree conocer la realidad.
Siempre que veo los cuadros de Jiménez Carrero me acuerdo de la Alicia de Lewis Carroll, porque siento unos grandes deseos de pasar al otro lado; no al otro lado del espejo, sino al otro lado del cuadro, pórtico invitador y sugerente que nos incita a pensar que el cuadro es el cuadro de un cuadro a través del cual se accede a otro mundo todavía más misterioso e incógnito, más inquietante y turbador.
El realismo exacto de su pincel, la fidelidad maestra con que recoge los objetos, es sólo una excusa a cuyo través los planos se superponen y se suceden para incitarnos a preguntarnos qué habrá detrás, qué sucederá más allá de la tela. Y no es precisa demasiada imaginación para saber que allí no nos esperará un conejo mirando impaciente su reloj, pero es posible que nos aguarde el viejo amigo desaparecido hace tiempo, la carta amarillenta de un antiguo amor, la huella impalpable de esas presencias que deben quedarse en la superficie de los azulejos, en el papel de las paredes, en el interior de los armarios y al otro lado de los cuadros de Jiménez Carrero.
Esa minuciosidad atinada, que en cualquier otro pudiera ser técnica fría, pasa a ser el medio del que se vale el artista para perturbar nuestra pretendida soberbia que cree conocer la realidad.
Primero, nos pone trampas, trampas para el ojo que se cree exacto. luego, cuando ya nos ha demostrado que nos puede engañar, que el sentido de la vista que creíamos infalible se equivoca, nos inquieta partiendo el espacio en delicadas láminas a cuyo través llegamos a esa pregunta que nos corroe y que nos obliga a plantearnos qué habrá más allá del cuadro.
Cuando entras en el mundo de Jiménez Carrero se tambalea la geometría y Euclides no pasa de ser una lejana referencia. E incluso el tiempo, la cuarta dimensión, esa convención que nos hemos dado los hombres para evitar el vértigo, parece atrapado, como si el pintor necesitara no sólo el espacio, sino también los recuerdos y la memoria.
Y es por eso por lo que te encuentras matices de melancolía, retazos de nostalgia que el artista pastorea con insólita familiaridad, tal que si
Siempre que veo los cuadros de Jiménez Carrero me acuerdo de la Alicia de Lewis Carroll, porque siento unos grandes deseos de pasar al otro lado; no al otro lado del espejo, sino al otro lado del cuadro, pórtico invitador y sugerente que nos incita a pensar que el cuadro es el cuadro de un cuadro a través del cual se accede a otro mundo todavía más misterioso e incógnito, más inquietante y turbador.
El realismo exacto de su pincel, la fidelidad maestra con que recoge los objetos, es sólo una excusa a cuyo través los planos se superponen y se suceden para incitarnos a preguntarnos qué habrá detrás, qué sucederá más allá de la tela. Y no es precisa demasiada imaginación para saber que allí no nos esperará un conejo mirando impaciente su reloj, pero es posible que nos aguarde el viejo amigo desaparecido hace tiempo, la carta amarillenta de un antiguo amor, la huella impalpable de esas presencias que deben quedarse en la superficie de los azulejos, en el papel de las paredes, en el interior de los armarios y al otro lado de los cuadros de Jiménez Carrero.
Esa minuciosidad atinada, que en cualquier otro pudiera ser técnica fría, pasa a ser el medio del que se vale el artista para perturbar nuestra pretendida soberbia que cree conocer la realidad.
Primero, nos pone trampas, trampas para el ojo que se cree exacto. luego, cuando ya nos ha demostrado que nos puede engañar, que el sentido de la vista que creíamos infalible se equivoca, nos inquieta partiendo el espacio en delicadas láminas a cuyo través llegamos a esa pregunta que nos corroe y que nos obliga a plantearnos qué habrá más allá del cuadro.
Cuando entras en el mundo de Jiménez Carrero se tambalea la geometría y Euclides no pasa de ser una lejana referencia. E incluso el tiempo, la cuarta dimensión, esa convención que nos hemos dado los hombres para evitar el vértigo, parece atrapado, como si el pintor necesitara no sólo el espacio, sino también los recuerdos y la memoria.
Y es por eso por lo que te encuentras matices de melancolía, retazos de nostalgia que el artista pastorea con insólita familiaridad, tal que si estuviera acostumbrado a pasear por el pretérito, se detuviera en alguna hora concreta y la icorporase a su obra con esa naturalidad que tienen los brujos en sus oficias mágicos. Tiempo detenido como una mariposa de color y clavado en el lienzo. Tiempo diseminado en el rostro de esa muñeca, en la chaquetilla de un torero, en la pulimentada y brillante superficie del azulejo, en un viejo libro. Tiempo inaprensible, fugaz, misterioso, que Jiménez Carrero plasma con naturalidad y que nos estimula, nos transforma, nos convierte en más curiosos, más Alicias que nunca para intentar pasar al otro lado del espejo, creyendo que del realismo pasaremos al surrealismo, cayendo en la trampa que con fina sutileza, con consumada creatividad nos ha puesto el artista.
La desazón nos perseguirá, hasta el punto de que será difícilmente olvidable. Y cuando, después de un periodo, volvamos a su pintura, tomará a asaltarnos la curiosidad por saber qué hay al otro lado. Esta vez con menos impaciencia e igual interés, con menos nerviosismo pero semejante desazón, porque estamos seguros de que en los cuadros de Enrique Jiménez Carrero hay guardado un talismán, hay encerrado un secreto.
Luís del Val
Periodista y Escritor